viernes, 23 de febrero de 2018

La primera música de la mañana.

Salíamos del puerto marcha atrás a remolcar barcos en alta mar. Pasábamos bajo los enormes arcos de metal que proyectaban una sombra inmóvil en el agua y entrábamos en la bahía de Cádiz. Allí estaban los delfines saludando, y detrás, la ciudad, una isla muerta rodeada de espejos.

San Fernando andaba cerca, pegada a la carretera como las ciudades feas, con sus descampados de piel abrasada, con señoras en bata indiferentes al estado de derecho.

Los hombres yacen bajo la tierra.

Esperan.

Es la ley del sol.

Algún edificio enorme en medio de la nada con ventanas sin cristales y un colchón ardiendo cayendo del último piso. Unos yonkies eran devorados por el fuego y los niños reían. Las madres llamaban a gritos a los niños y era la primera música de la mañana.

Nos llegaba el rumor de las voces y unas palmas y alguien que se atrevía  a cantar ante el silencio. Paramos el motor del barco para escuchar mejor. Los pájaros callaron y el aire se volvió transparente.
La distancia con San Fernando se había extinguido.

Había una voz rota, había un coro de mujeres, había un batir de palmas y en el mejor de los días, una guitarra. Todo se oía como tras la puerta, al lado de casa, en ese mar, bajo ese cielo, el mismo que el de nuestros antepasados porque esa era la música que nos llegaba.
Era la música de un país inmóvil preparado desde hace mil año para la pena, y qué más da si eso ya no es verdad.

Arrancamos los motores y el rumor se iba desvaneciendo pero la música nos acompañaba, en ese mar, bajo ese cielo, que es el de nuestros antepasados y en la memoria, como un colchón envuelto en llamas.