domingo, 22 de abril de 2012

La fiesta de mi desgracia

Eres la niña que se pone de puntillas sobre los zapatos de su madre para parecer mayor.
Al fin accediste a mis ruegos.
Te desnudaste, me dispuse a hacerte el amor.
Blanca y fría, rígida, rígida, rígida, los ojos abiertos sin mirarme.
Ahí me dí cuenta que estabas muerta.
De todas formas follar con una muerta es mejor que nada. Te penetré (y me costó).
Después del acto despertaste del coma, y empezaste a hablar de amor y del sexo
por boca de las estúpidas revistas que lees. No engañas a nadie.
Me fui y volviste al ritual de todas las noches, mirar debajo de la cama, mirar en los
armarios, desatar el azogue del espejo. Pero es inútil, la oscuridad que buscas la
tienes dentro. Siempre la vas a tener. Todo lo que hagas es inútil.
Hicimos el amor mil veces, igual cada vez. Luego me dijiste que la relación no
avanzaba, que me dejabas. Adiós.

Muchas veces, aparco cerca de tu casa y te veo de la mano de tu madre, dando
pasitos cortos, mirando a los chicos.
(¿aún tiene esperanzas?)
Y te sigo.
Te paras en todos los escaparates, en todos los espejos. Te miras, no soy tan vieja
todavía estoy bien.
Yo me miro también y flotando en el cristal veo tu reflejo y el mío, pero no se funden;
y veo tus ojos que miran a través del filo de las cosas sin penetrarlas y no sé qué
quiere decir esa mirada.
Y no te das vuelta, sigues andando con pasitos cortos, agarrada de la mano de tu
madre, que te cogerá la bastilla de su vestido de boda que tú nunca vas a estrenar.